Cuento escrito por Isabel Allende en el libro Cuentos de Eva Luna
Boca de sapo
Eran tiempos muy duros en
el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están
cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino
en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo,
extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de
islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio
instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el
suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es
una naturaleza áspera, habitada por hombres rudos. A comienzos del siglo no
había nada allí que los ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones
para criar ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal forma que
de lejos parecían nubes atrapadas a ras del suelo, se comieron toda la
vegetación y pisotearon los últimos altares -U las culturas indígenas. En ese
lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.
En medio del páramo se
alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera,
rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la
esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón
del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su
marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones.
Los peones criollos vivían en las barracas del campamento, separados de sus
patrones por cercas de arbustos espinudos y rosas silvestres, que intentaban en
vano limitar la inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión
de una suave campiña inglesa.
Vigilados por los guardias
de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses,
los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan desamparados como el ganado a
su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el
paisaje se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor, a
pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para apaciguar
los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con
las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban
cazarla. Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles
la piel, cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy
necesitado puede cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de
estos inconvenientes los obreros se divertían más que sus patrones, gracias a
los juegos ¡lícitos de Hermelinda.
Ella era la única mujer
joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo
cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas
ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de
una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en
cambio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en
las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de
consuelo por pura y simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en
general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz.
Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos
días, el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole
combativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad
extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba,
por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos
de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una
camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo
cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno
con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de
flautas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la
piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una
oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo,
por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La
fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había
recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban
de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando
desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma,
caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero
Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que
mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía
para encender sus lámparas a la hora de la diversión. Las apuestas comenzaban
después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la
vista o agudizar el entendimiento.
Hermelinda había
descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte
de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y siempre el
premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes
ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy
breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le
faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una
atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los
pantalones, pero conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en
piel de cordero, para defenderse del frío antártico que silbaba entre los
tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se
formaba tal alboroto que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de
las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles,
fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mientras
continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán antes de
irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba un
cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus
brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla
colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los
hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus
enaguas amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad
de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de
la bella, en un revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y
finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba
por el suelo entre las carcajadas de los demás.
En el juego de El Sapo un
hombre podía perder en quince minutos la paga del mes. Hermelinda dibujaba una
raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio
círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas’ sus piernas
doradas a la luz de las lámparas de aguardiente’ aparecía entonces el oscuro
centro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo,
mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se
colocaban detrás de la marca de tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos
eran expertos tiradores, de pulso tan seguro que podían detener un animal
despavorido en plena carrera lanzándole entre las patas dos boleadoras de
piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de
escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda
perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza, pertenecían
a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro del
sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo,
para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres
del paraíso. Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que
Hermelinda conocía antiguos secretos amorosos y era capaz de conducir a un
hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en
un sabio.
Hasta el día en que
apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de horas
prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos
céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado
una pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no
se le había ocurrido todavía, en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se
sentía orgullosa de los chispazos felices que podía ofrecerle a los peones.
Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto
físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de
la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfurruñado, pero
aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se
llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una
víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se le pusiera
por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera
regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su
dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba
poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido
de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los
desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y
pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía
en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la
soledad se le estaba instalando en los huesos. A veces despertaba al amanecer
sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura
por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de
músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono. Estaba harto
de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre
doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del
mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla
con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron
hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda
al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y
decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin
ella. Se instaló en un rincón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular
sus posibilidades.
El asturiano poseía tripas
de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda sin que se le
aguaran los ojos. No aceptó quitarse la ropa para La Ronda de San Miguel, para
el Mandandirun-dirun-dán ni para otras competencias que le parecieron
francamente infantiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento
culminante del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro
de hombres en torno del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y
salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el instinto de
cazador y el vago dolor del desamparo, que le había atormentado los huesos
durante todo el viaje, se le convirtió en gozosa anticipación. Vio los pies
calzados con botas cortas, las medias tejidas sujetas con elásticos bajo las
rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas piernas de oro entre
los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola oportunidad de
conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el
tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de
cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos
de contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella
quien lo escogió entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía.
Pablo aguzó la vista, exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos
de concentración absoluta, lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco
perfecto y entrar limpiamente en el lugar preciso. Una salva de aplausos y
silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible, el contrabandista se acomodó
el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la mujer de la mano y la
puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella tampoco podría
ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron mirando
sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni Hermelinda
ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la noche,
amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que se
abriera la puerta.
Al mediodía los amantes
salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie, partió a ensillar
su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje. La mujer
vestía pantalón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de
monedas atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo
satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos
en el lomo de los animales, se subieron a los caballos y echaron a andar.
Hermelinda hizo una vaga señal de despedida a sus desolados admiradores y
siguió a Pablo, el asturiano, por las llanuras peladas, sin mirar hacia atrás.
Nunca más regresó.
Fue tanta la consternación
provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a sus trabajadores la
Compañía Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas para tiro al
blanco e hizo traer de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca abierta,
para que los peones afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la
indiferencia general, estos juguetes acabaron decorando la terraza de la
gerencia, donde los ingleses aún los usan para combatir el tedio al atardecer.
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