miércoles, 28 de noviembre de 2012

EL ARTE DE TRABAJAR LA VIOLENCIA DESDE EL ARTE


La Perla y su paso por la vida, una nota de Carlos Sánchez

MORIR VESTIDA


 

Carlos Sánchez

* La Perla y su paso por la vida, los días de infancia, la soledad, la adolescencia de pelo rizado, su capacidad para el ligue, un mal encuentro con los malos, el final

Cd. Victoria.- Bailaba como la Beyonce. Era exótica. Morena. Bailaba con cadencia. Fue Miss Tamaulipas en un concurso de belleza gay. También bailaba en las fiestas, en los bares, en concursos. Bailaba…
 
De niño se trepaba a los camiones, optimizaba los rizos de su larga cabellera, su piel oscura, su cuerpo esbelto, su voz de canario y se vestía de payaso. Contaba chistes y pedía dinero por sus números a veces ensayados, otras veces –los más– improvisados. Cuando un vecino de la colonia se trepaba en el mismo camión que él, la reacción generalmente era el silencio. Tenía que huir como si lo acusaran de robo.
 
En Ciudad Victoria, Tamaulipas, la paranoia late en todas las calles. En los medios de comunicación se registra la violencia, pero digamos que la violencia light, la intrafamiliar, la del bandido que atraca comercios, el cristalazo a la cervecería, la colisión y las pérdidas irreparables.
Aquí los reporteros de la fuente policiaca firman notas sobre jueces que rechazan a sus guaruras, estadísticas de accidentes que son la principal causa de muerte. Nuca la investigación de un asesinato, nunca los nombres de los que mueren después de un levantón.
 
Por eso el nombre de Jorge Alejandro Camarillo Zapata (a quien de niño apodaban el Negro y cuando fue creciendo adoptó el de la Perla), no apareció en los periódicos para que la sociedad se enterara de su muerte, como antes fue costumbre en esas secciones que paradójicamente llevan por título: Seguridad.
 En Ciudad Victoria el otoño trae lluvias, nubes que provocan diecisiete grados centígrados. La feria del pueblo hace que coincidan en el programa artistas como Los tigres del norte, Manuel Mijares, Espinoza paz u OV7. Desde la feria y en una de las sillas de la rueda de la fortuna se puede sentir el vértigo, mirar las luces de las colonias de allá de la periferia, las casas de los marginados que también acuden a la fiesta.
 
En Ciudad Victoria, dicen los padres de familia, los amigos de los visitantes de esta ciudad, que después de las nueve de la noche hay que andar con cuidado. Y fue precisamente después de las nueve de la noche levantaron a la Perla. Era jueves, paradójicamente, un día antes al denominado por los empresarios El buen fin. Jueves, último día en que quien lleva por mote Caricia, la miró con vida, su amigo de la infancia.
perla
Caricia habla desde el recuerdo, siempre sosteniendo una sonrisa ad hoc a su apodo. Parecería que sonríe de nervios, tal vez de duelo, quizá por el tema del que habla: “La Perla de chiquillo lloraba mucho, porque su mamá lo maltrataba, llegaba a las casas de la colonia, del barrio, la Modelo, con sus otros dos hermanitos, la gente le daba comida, se conmovían siempre porque su mamá los dejaba abandonados”.
 
En Ciudad Victoria, pese a la constante violencia, el divertimento se hace presente. Y existen los lugares para el esparcimiento, las cantinas donde sus visitantes programan música de rockola –tres canciones por diez pesos. Allí mismo Caricia va contando los días aquellos en los que al lado de la Perla se iban al monte, con una flotilla de chavalíos. Ella era la que invitaba, le decía: “Caricia, vamos con estos huerquíos, tenemos seis para nosotras solas”.
 
Debajo de los árboles, encima de las lomas de tierra, ante el sonido de los pájaros, el silencio del viento. Desde esos años la Perla ya mostraba su belleza, y la destreza para el ligue. “Nomás nos agasajábamos con los huerquíos”, cuenta Caricia con esa sonrisa como fotografía en sepia.
Ciudad Victoria es el encuentro de dos pichones que se aparean en el quiosco de la plaza Hidalgo, frente a lo que antes fuera el teatro Juárez. Allí el amor alado se manifiesta. Más allá, rumbo al mercado, un pichón yace sobre el asfalto.
 
La mente de Caricia da vuelcos, no lo hace premeditado, pero en su propia oratoria juega con disimiles tiempos. Una cerveza y otra, una canción y de pronto un travesti para improvisar el baile, vestido de sirena, con un atuendo multicolor. Y es la Perla quien baila y hace como que canta, no es ella pero cómo se le parece, sostiene Caricia, porque muchos la imitan. Entonces sus ojos enjugan una lágrima. Caricia se esfuerza por contar lo bello que también fue la Perla, lo simpático que también le salía: “Desde lo más adentro de su ser, porque también tenía ser”. Luego una risa más escandalosa de Caricia.
 
“Pero un día le llegaron los malos”. Los malos son aquellos que se organizan, y cobran plaza a los comercios, secuestran a empresarios, tal y como ha ocurrido en estos días con uno de los dueños de las mueblerías Villarreal; y de esto tampoco se sabe porque los medios no dijeron nada, porque el gobierno propone el silencio quizá como tregua, como esperanza. A saber.
 
El vaso derrama espuma. Caricia pone su mirada en el travesti que baila una canción de Lucerito, electricidad cuando tú me miras. Caricia en su mirada fija dice que a la Perla le compraron un cajón gris, que no sabe de dónde sacaron el dinero, porque si bien es cierto que ganaba mucho haciendo lo que hacía, nunca tenía ahorros, y su madre ni de dónde pagar un cajón así, “Porque con lo que gana en la venta de elotes, ni modo que le alcance”.
 
Lo que hacía la Perla era prostituirse, desde muy chiquío, el huerquío, apunta Caricia. Y se iba al entronque, o al eje vial, y junto a otras vestidas abordaba a los urgidos de sexo, a veces clandestino, allí los seducían. Ya de noche donde la oscuridad es cómplice, allí sanjuaneaban a los clientes, los enviaban tal vez llenos de placer, tal vez vacíos de sus bolsos.
Ciudad Victoria es un malabarista en el crucero de la avenida Veintiuno y Barriozabal. El malabarista enciende sus golos, el fuego se expande por el viento, acto seguido “lo que usted desee cooperar” hacia los automovilistas.
 
“La Perla tenía feis”. Sí, allí están sus fotos, de cuando ganó el Miss Tamaulipas, de cuando se fueron a celebrar el bautizo de su sobrino, de cuando encueró a aquellos dos pelados y los retrató y quién sabe si con su permiso o sin él y los subió al feis. No están encuerados del todo, tienen calzoncillos, “Pero están bien buenos los huerquíos”.
perla1

Caricia no deja de sonreír. Incluso cuando recorre la historia de la Perla, ya convertida en mala, o en malo, y se dedicaba a vender droga, a conseguir paquetes como en cundina, a robar, cuando se suponía que era halcón y vigilaba dónde vivía un candidato para el secuestro, ya de amolado para el robo de su casa habitación. Caricia insiste en la última vez que miró a la Perla con vida, en la calle, “Andábamos a pie los dos, él iba con un huerquío. Pero dicen que más noche la vieron con la China, era jota también, y ella estuvo en la cárcel, porque mató a un chiquío, con una piedra en la cabeza, pero salió luego de la cárcel, porque lo hizo cuando era menor de edad. Con esos se juntaba la Perla”.
Ciudad Victoria es la manifestación en las calles, estudiantes vestidas. De Adelitas. Estudiantes vestidos. De revolucionarios. El batallón de policía estatal montado en sus motocicletas. El ulular de sirenas, desde las ambulancias, incluso cuando no se festeja el aniversario de la Revolución Mexicana.
 
“¿Ya viste en el internet, tú Chiflada?”. Caricia conversa con una de sus amigas. La cerveza llena los vasos, las canciones siguen en la mímica de una y otra y otra vestida. Los aplausos constantes. “Allí sale la Perla, con nombre de machito, es una nota como del dos mil nueve, sí, dicen que lo levantaron unos policías, lo dejaron todo golpeado, lo tuvieron que hospitalizar, pero allí mismo dice que el director de la policía declara que son los malos que se visten de policías, también dice la edad de la jota, que disque tenía dieciocho años, pos sí, ¿verdad?, era menor que yo”.
 
La Chiflada inquiere: “¿Y por qué no le dices a él que vaya a la comandancia a ver si le dan el reporte de cómo encontraron a la Perla?”. Caricia aclara: “Pues si ya fue, se le quedaron mirando muy feo, no le quisieron decir nada, ¿qué quieres que lo desaparezcan? Además ya te dije que la encontraron encajuelada, con el cuerpo lleno de balas, oyes, pero en la cara no tenía nada, estaba igual de bonitaaaaa”.
 
La Chiflada: “¿Y por qué a mí me dijeron que la aventaron de un segundo piso, que la tasajearon, que
junto a ella mataron a otros dos, y por qué no sale nada en los periódicos?”.
 
Ciudad Victoria es el desfile de padres de familia que toma de la mano a sus hijos, se dirigen a la feria, tres días después irán al desfile. Victoria es las tiendas abarrotadas por ser buen fin y un montón de gente aprovechando las ofertas. Ciudad Victoria es un partido de futbol donde los correcaminos pierden la Copa MX ante Dorados de Sinaloa. Victoria es la ciudad limpia y amable, como la bautizó un locutor de antaño. En Ciudad Victoria enterraron a la Perla, cinco días después de que la encontraron muerta, cinco días después porque los del gobierno se resistían a entregar su cadáver, porque dicen, que cuando andan metidos a malos se tardan en investigar las causas de muerte.
Caricia no da crédito, frente a sus ojos de pronto aparece la Perla vestida de la Beyonce, y baila despreocupada, con la cadencia que le caracteriza. Se mueve como gaviota en éxodo, con parsimonia, convertida en olas de mar.
 
Caricia enjuga de nuevo una lágrima ante ese video que programan en la cantina, es la grabación de cuando coronaron a La Perla como Miss Tamaulipas, homenaje a la vida en ese trajín de veintiún años.
 
Nota publicada en el blog Spleen Journal,
 el 28 de noviembre de 2012

Segunda edición Festival Revólver



SEGUNDA EDICIÓN DEL FESTIVAL RÉVOLVER


 Festival que convoca artistas de diversas latitudes, proponiendo un diálogo distinto entre diferentes manifestaciones.  Estados Unidos, Suecia, Alemania, España, México son los países invitados... En esta segunda edición, disparos tan diversos como: fotografía, instalación,performance, cine y conciertos, conforman el cartucho de música y arte contemporáneo.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Espectáculo de cuentos infantiles


Cuenteros y Cuentistas AC y la SCDF
invitan al espectáculo
“¡Uno, dos, tres 
por todos mi compañeros y compañeras!”
Historias donde todas y todos contamos. Cuentos al derecho y al revés que promueven la equidad de género; alternativas más sanas de convivencia donde la dignidad, la democracia y la igualdad son una garantía.
P r e s e n t a c i o n e s
Domingo 25 noviembre,  Museo de la Ciudad de México, 12:30 pm
Martes 27 noviembre, Sala Hermilo Novelo, Centro Cultural Ollin Yoliztli, 7:00 pm
Jueves 29 noviembre, Museo de la Revolución, 11:30 am
Viernes 7 de diciembre, Plaza San Luis Potosí, frente al Parque la Bombilla, 2:00 pm

miércoles, 14 de noviembre de 2012

RECOMENDACIONES LITERARIAS


Cuento escrito por Isabel Allende en el libro Cuentos de Eva Luna 
Boca de sapo


Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo, extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza áspera, habitada por hombres rudos. A comienzos del siglo no había nada allí que los ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas a ras del suelo, se comieron toda la vegetación y pisotearon los últimos altares -U las culturas indígenas. En ese lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.

En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones. Los peones criollos vivían en las barracas del campamento, separados de sus patrones por cercas de arbustos espinudos y rosas silvestres, que intentaban en vano limitar la inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión de una suave campiña inglesa.

Vigilados por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses, los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan desamparados como el ganado a su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el paisaje se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor, a pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para apaciguar los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla. Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel, cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de estos inconvenientes los obreros se divertían más que sus patrones, gracias a los juegos ¡lícitos de Hermelinda.

Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole combativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de flautas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.

Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para defenderse del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles, fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mientras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de la bella, en un revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las carcajadas de los demás.

En el juego de El Sapo un hombre podía perder en quince minutos la paga del mes. Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas’ sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente’ aparecía entonces el oscuro centro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan seguro que podían detener un animal despavorido en plena carrera lanzándole entre las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza, pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso. Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía antiguos secretos amorosos y era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio.

Hasta el día en que apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de horas prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado una pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no se le había ocurrido todavía, en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los chispazos felices que podía ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfurruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono. Estaba harto de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades.

El asturiano poseía tripas de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda sin que se le aguaran los ojos. No aceptó quitarse la ropa para La Ronda de San Miguel, para el Mandandirun-dirun-dán ni para otras competencias que le parecieron francamente infantiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento culminante del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro de hombres en torno del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el instinto de cazador y el vago dolor del desamparo, que le había atormentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió en gozosa anticipación. Vio los pies calzados con botas cortas, las medias tejidas sujetas con elásticos bajo las rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas piernas de oro entre los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola oportunidad de conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista, exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos de concentración absoluta, lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco perfecto y entrar limpiamente en el lugar preciso. Una salva de aplausos y silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible, el contrabandista se acomodó el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la mujer de la mano y la puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella tampoco podría ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron mirando sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni Hermelinda ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la noche, amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que se abriera la puerta.

Al mediodía los amantes salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie, partió a ensillar su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje. La mujer vestía pantalón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de monedas atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos en el lomo de los animales, se subieron a los caballos y echaron a andar. Hermelinda hizo una vaga señal de despedida a sus desolados admiradores y siguió a Pablo, el asturiano, por las llanuras peladas, sin mirar hacia atrás. Nunca más regresó.

Fue tanta la consternación provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a sus trabajadores la Compañía Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas para tiro al blanco e hizo traer de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca abierta, para que los peones afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la indiferencia general, estos juguetes acabaron decorando la terraza de la gerencia, donde los ingleses aún los usan para combatir el tedio al atardecer.


martes, 13 de noviembre de 2012

pre-TEXTOS sobre el BESO



El oficio del beso

1) Se confía más de la cuenta en los besos. Por eso se besan los pies de los santos. Como si por ese solo hecho el bienaventurado se hiciera eco de la súplica y concediera el milagro, que es el perdón.

2) Entre las múltiples consecuencias de una catástrofe, la principal es que los dolidos tienden a besarse al menor pretexto. Hasta que finalmente se saludan por el solo hecho de toparse en el transporte subterráneo. Como si a través del beso se desearan suerte. De ahí que haya quien piense en el beso como un prodigio.

3) Cuando un perro y su amo se besan, la inquebrantable, sólida y granítica fortaleza humana se consolida de ternura. Y se quiebra.

4) El progenitor no suele besar a sus hijos varones; lo considera una debilidad. Cuando ese hijo varón crece, pasa de largo delante de las facciones suplicantes de su padre; considera una debilidad besarlo.

5) Cuando aquellos adolescentes se besan, cuando aquel chico aproxima sus labios a los de su amada y consuma el beso, los testigos guardan silencio. Saben que aquel beso conducirá al amor. Y al aburrimiento. Es la historia de la humanidad.

6) Cuando dos amantes se besan, el ardor crece y no hay modo de detenerlo. Las manos recorren aquel cuerpo deseado, producto de la imaginación o de la experiencia. Los amantes se aproximan, y el olor de cada quien se incrusta en el alma del otro. Se absorben de boca a boca, para hacer suyo ese aroma.

7) No hay nada más bienvenido que el beso prohibido. Por ejemplo, aquel que se da a la mujer ajena. En cualquier lugar puede llevarse a cabo. Basta con que el marido se distraiga un instante, para atrapar la cara de la mujer y besarla. No se va a quejar. No va a reclamar nada ni a decirle nada a su esposo. Al contrario, se va a relamer los labios cuando el hurtador de besos se dé media vuelta.

8) Sin lengua no hay besos.

9) Dame tu lengua, se le dice a una mujer cuando se perfora su boca. Entonces el beso se convierte en una experiencia letal. Todo sobreviene en ese momento: el alma varonil que exige comprensión, la búsqueda de la mujer, que es animal y es espíritu, el camino más corto hacia la lujuria, que anuncia al desconsuelo.

10) Pocos trucos tan valorados como exhalar en la boca que habrá de besarse. La mujer se estremece. No se explica qué está aconteciendo. Pero una flagrante humedad escurre de su imaginación.

11) Hay rincones ciento por ciento besables. Las plantas de los pies de los bebés y de los perros, por ejemplo. Su forma y su olor son una provocación.

12) Cuando un hombre besa a un líder político, es sospechoso. Hay gato encerrado, piensa el menos avezado. Por algo no se olvida el beso que Judas le dio a Jesucristo.

13) Tenía que ser de Jalisco el autor de esa canción que hasta los Beatles grabaron: Bésame mucho. Se llama Consuelito Velázquez, y abrió los ojos en Zapotlán —hoy Ciudad Guzmán—, tierra de inmortales: José Clemente Orozco, Juan José Arreola, José Rolón, entre otros.

14) Cuando dos hombres se besan, se consolida una fraternidad o un amor—que sólo los retrógrados no entienden. Que sólo los mojigatos reprueban.

15) A partir de un beso, el interés o el desprecio se manifiestan.

16) El beso le hace guiños a la inmortalidad. Por ahí anda un callejón en Guanajuato que lleva su nombre, y que hace felices a quienes lo habitan. Y si esos mismos habitantes hurgaran en los libros se toparían con El Beso de Gustav Klimt y el de Auguste Rodin. En el orden que se quiera.
 
En el orden que se quiera. DEL BUEN EUSEBIO RUVALCABA, más de sus textos en: http://eusebioruvalcaba.wordpress.com/
toparse en el transporte subterráneo. Como si a través del beso se desearan suerte. De ahí que haya quien piense en el beso como un prodigio.

3) Cuando un perro y su amo se besan, la inquebrantable, sólida y granítica fortaleza humana se consolida de ternura. Y se quiebra.

 

CARTELERA AMIGA: RECOMENDACIONES

 
 
Música del Bicentenario AC, CONACULTA y el Cabaret Bombay
 
P r e s e n t a n
 
Cuentos guapachosos, vestidos de son cubano
con
Valentina Ortiz y Grupo Sabrozón
 
 
¡No se lo pueden perder!
 

lunes, 12 de noviembre de 2012

EN TU CUMPLEAÑOS TE RECORDAMOS LEYÉNDOTE


GRACIAS
JUANA INÉS DE LA CRUZ 
POR DEVELAR TANTA VERDAD EN TU OBRA



"De amor y discreción"

Este amoroso tormento
que en mi corazón se ve,
sé que lo siento, y no sé
la causa porque lo siento.

Siento una grave agonía
por lograr un devaneo,
que empieza como deseo
y para en melancolía.

Y cuando con más terneza
mi infeliz estado lloro,
sé que estoy triste e ignoro
la causa de mi tristeza.

Siento un anhelo tirano
por la ocasión a la que aspiro,
y cuando cerca la miro
yo misma aparto la mano.

Porque, si acaso se ofrece,
después de tanto desvelo
la desazona el recelo
o el susto la desvanece.

Y si alguna vez sin susto
consigo tal posesión,
cualquiera leve ocasión
me malogra todo el gusto.

Siento mal del mismo bien
con receloso temor,
y me obliga el mismo amor
tal vez a mostrar desdén.

Cualquier leve ocasión labra
en mi pecho, de manera,
que el que imposibles venciera
se irrita de una palabra.

Con poca causa ofendida,
suelo, en mitad de mi amor,
negar un leve favor
a quien le diera la vida.

Ya sufrida, ya irritada,
con contrarias penas lucho:
que por él sufriré mucho,
y con él sufriré nada.

No sé en qué lógica cabe
en que tal cuestión se pruebe:
que por él lo grave es leve,
y con él lo leve es grave.

Sin bastantes fundamentos
forman mis tristes cuidados,
de conceptos engañados,
un monte de sentimientos;

y en aquel fiero conjunto
hallo, cuando se derriba,
que aquella máquina altiva
sólo estribaba en un punto.

Tal vez el dolor me engaña
y presumo, sin razón,
que no habrá satisfacción
que pueda templar mi saña;

y cuando a averiguar llego
el agravio porque riño,
es como espanto de niño
que para en burlas y juego.

Y aunque el desengaño toco,
con la misma pena lucho,
de ver que padezco mucho
padeciendo por tan poco.

* * *





SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ, LA DÉCIMA MUSA

FLORIÁN RODERO 

EN HUMANITAS NRO.11





“Las obras –dice J. Reynolds en uno de sus discursos- de quienes han sostenido la prueba de los siglos, tienen derecho a un respeto y veneración que ningún moderno puede pretender”. Volver de nuevo a los clásicos con contemplación reverente, pero sin ninguna idolatría, merece nuestra constante atención. Son hombres y obras que, sobreviviendo a la defunción inevitable de la historia pasada, han influido e influyen por la calidad de su pensamiento y la universalidad de su arte en la comprensión y desarrollo de nuestra civilización. No se trata de forzar la historia, ni de empecinarnos en hacer presente, en un anacronismo inerte, los valores en su tiempo fecundo y estériles en la actualidad. Las obras clásicas dan una cierta unidad y convergencia a la historia y particularmente al arte, que al decir de Jaeger “tiene un poder ilimitado de conversión espiritual”. Y en este proceso de renovación constante y de ascensión espiritual hacia el cual tiende naturalmente el hombre, encontramos la poesía como educadora de pueblos. Por eso Homero fue considerado el educador de Grecia, aunque en ello no estuviera de acuerdo Platón.

Isócrates en su discurso a Necocles afirma que los verdaderos maestros de las almas son los antiguos poetas. Una de estas obras clásicas que han superado el tiempo –“exegi monumentum aere perennius”[1]- es la obra y poesía de sor Juana Inés de la Cruz, nombre en religión, Juana Ramírez de Asbaje en el mundo.

Hace tres siglos moría en su celda del convento de S. Jerónimo, en la ciudad de México, la que fue considerada y llamada “Fénix de México”, “poetisa americana” y “décima musa”. No es la primera poetisa que recibió el título de “décima musa” porque ya los griegos –a decir de Platón- habían coronado la frente de Safo con este lauro. Esta alabanza indica la magna y divulgada fama de que gozaba en su tiempo la monja de S. Jerónimo.

Hija natural de Pedro Manuel de Asbaje y de Isabel Ramírez de Santillana fue bautizada como “hija de la Iglesia” el 2 de diciembre de 1648. “Hija de la Iglesia” era la oposición que seguía al nombre cuando una persona era hija natural. Las gentes se hacían lenguas de Juana ya desde su corta edad, pues el cielo la dotó de tan excepcionales cualidades que sería la admiración de cuantos la conocieron y trataron. Su madre (posiblemente Juana no tuvo mucho trato con su padre) envió a Juana a la edad de ocho años a México con sus tíos María Ramírez y su acaudalado esposo Juan de Mata. Durante esos años, hasta que Dña. Leonor Carreto, marqueza de Mancera, la llamara a ala corte –a los 16 años- para hacerla su dama, se dedicaría a la que sería su gran pasión: los libros. El Padre jesuita Diego Calleja, biógrafo de la religiosa, confirma su vasta fama de joven erudita en la descripción que de su saber hace en una escena desarrollada en la corte. El virrey había convocado a la flor y nata de la corte, de la teología y de la cultura para escuchar a la joven prodigio. Ella se desempeñó con tanta desenvoltura, elegancia, acierto y erudición en las diversas cuestiones que los asistentes le propusieron, que éstos no sabían responder si era “ciencia infusa, adquirida, de artificio o no natural”, como ella misma manifiesta en la comedia Los empeños de una casa:

Conmuté el tiempo, industriosa,
a lo intenso del trabajo,
de modo que, en breve tiempo,
era el admirable blanco
de todas las atenciones;
de tal modo que llegaron
a venerar como infuso
lo que fue adquirido lauro.

A los 19 años entró en el convento de las Carmelitas Descalzas de S. José. La experiencia le duró bien poco. Quizá le asustaron la austeridad y exigencia de este estilo de vida, quizá una enfermedad o muy probablemente la dificultad que encontró de compaginar la vida religiosa carmelita con el interés por sus estudios. Pero su decisión de entrar a la vida religiosa y tomar velo era sólida; en 1669 ingresó en el convento de S. Jerónimo, en el cual permaneció hasta el día de su muerte, ocurrida el 17 de abril de 1695, durante la epidemia que asoló México y en la cual se distinguió por la solicitud que mostró en el cuidado de sus hermanas enfermas.
  1. Persiste todavía el enigma acerca de las razones de su vocación a la vida religiosa. ¿Surgió como una verdadera llamada, como una respuesta a una íntima persuasión o intervinieron otros móviles no del todo aún aclarados? Por sus escritos no podemos colegir una razón suficiente ni clara. Sus escritos no pueden considerarse en su conjunto biográficos, y en este sentido no iluminan suficientemente el misterio de su vocación. Juana era una joven hermosa:


Decirte que nací hermosa
presumo que es excusado
pues lo atestiguan tus ojos
y lo prueban mis trabajos.
(Los empeños de una casa, jornada primera)

Y vivía rodeada de aduladores, cortejadores, admiradores y notables pretendientes. Vivía en la corte en un ámbito de lisonja y se le abrirían excelentes partidos para el matrimonio, a pesar de que era hija natural y no poseía una buena dote. En ese entorno brotó la idea de la vida religiosa. No es éste el lugar para analizar las diversas hipótesis. Pero pienso que hay que descartar, al menos, el diagnóstico del crítico Ludwig Pfandl[2] que, filtrando su opinión al respecto a través del psicoanálisis, descubre en sor Juana una personalidad neurótica condicionada por fijaciones paternales. Más atendible es el resultado al que llega Octavio Paz después de un estudio externo e interno de la vida y obras de sor Juana[3]. Paz llega a la conclusión de que su vocación se debe a razones no internas a la llamada a la vida religiosa. Sor Juana, consciente de su natural inclinación hacia el estudio, que era su vocación primigenia, no estaba "hecha" para el matrimonio, porque éste impediría la realización de sus anhelos de saber. Existiría un conflicto entre su tendencia y su deseo de dedicarse al estudio y la vida matrimonial. El convento y la vida religiosa se presentaban -tal y como se vivía en el siglo XVII en algunos de esos conventos- como un modo compatible con sus realizaciones intelectuales.

Pienso que esta forma de vida religiosa no desfigura el hecho de una auténtica vocación. La vocación a la vida consagrada tiene, es verdad, un arranque inicial, que debiera ser decisivo; pero la vida religiosa implica un proceso de maduración en el conocimiento y adelantamiento de la vida espiritual y esta maduración se forja a lo largo de toda la vida.

Ciertamente la vida de letras de sor Juana no era el modo habitual -y menos en una mujer- de conjugar la vida religiosa con una tan intensa actividad intelectual de esa índole; pero tampoco -en principio- estos dos aparentes contrarios están en discordancia, siempre y cuando haya una coherencia entre ambos. Sería dar palos de ciego si no se reconociera que algunas poesías de amor de sor Juana mal se avienen con una imagen de vida religiosa tal y como se concebía y actualmente se concibe; pero sería igualmente parcial un juicio que solamente hiciera consistir en estos poemas la actividad intelectual de la religiosa de S. Jerónimo. Pienso que en el bellísimo soneto en que satisface un recelo con la retórica del llanto no indica un pesar y melancolía por algún bien abandonado a pesar de lo que pudieran anunciar los dos cuartetos, sino un sentimiento depurado de una cierta y determinada desilusión:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba,
y amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía;
pues ente el llanto que el dolor vertía
el corazón deshecho destilaba.

Estas consideraciones consienten acercarnos al perfil de sor Juana. Y uno de sus rasgos más sobresalientes es su feminidad. Alguien ha hablado de masculinidad -entre otros el mismo Ludwig Pfandl-, pero no en el sentido que en la psicología freudiana tiene esta expresión. Es de otro orden esta masculinidad. Es de índole cultural. Y a éste se refiere la misma sor Juana.

La cultura estaba en manos de hombres: clérigos y laicos. La mujer quedaba, normalmente, al margen de la corriente cultural. La misma Santa Teresa sufrió persecuciones por haber entrado en un terreno vedado, en principio, a la mujer. No se llegaba ciertamente a la exageración de Eurípides: "una mujer debiera de ser buena para todo dentro de casa e inútil para todo fuera de ella"; pero la mujer no participaba en la vida intelectual. Unos versos de Lope de Vega en Los embustes de Fabio nos describen la función de la mujer.

La mujer ha de tener
un ingenio moderado,
no agudo, libre, alterado,
atrevido y bachiller;
que en siendo por este modo,
no se puede tolerar,
que quieren luego mandar
y ser cabeza de todo.

Mal se avenía sor Juana con estos criterios. En contra de esta exclusividad masculina de la apropiación de la cultura, se yergue la monja y con palabras fuertes y decididas, quiere abrirse paso a través de la trinchera de la cultura, coto reservado al hombre.

En la carta de ruptura con su confesor Antonio Núñez de Miranda afirma: "Las mujeres sienten que las exceden los hombres, que parezca que los igualo; unos no quisieran que supiera tanto, otros dicen que había de saber más, para tanto aplauso... ¿Qué más podré decir ni ponderar?, que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecución no por más de por que dicen que parecía letra de hombre, y que no era decente, con que me obligaron a malearla adrede y de esto toda esta comunidad es testigo". Y más adelante en la misma carta reitera esta espinosa cuestión: "...no me he valido ni aun de la dirección de un maestro, sino que a secas me lo he habido conmigo y mi trabajo que no ignoro que el cursar públicamente las escuelas no fuera decente a la honestidad de una mujer, por la ocasionada familiaridad con los hombres".

Por esto defiende a continuación de una forma muy emotiva su parecer y su reconvención a los hombres por esta injusta situación: "...pero los particulares y privados estudios ¡quién los ha prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los hombres? ¿Pues por qué no gozará el privilegio de la ilustración de las letras con ellas? ¿No es capaz de tanta gracia y gloria de Dios como la suya? ¿Pues por qué no será capaz de tantas noticias y ciencias que es menos? ¿Qué revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué dictamen de la razón hizo para nosotras tan severa ley?".

Esta osadía se engrandece cuando estas reivindicaciones brotan de una monja que, para colmo, era hija natural. Tanto el conocimiento como el pensamiento no son, pues, prerrogativas del hombre.

Al hablar así es consciente de su atrevimiento, sabedora como es, que se está midiendo con los grandes de la cultura. Sor Juana no admite una "kenosis" intelectual en la mujer.

Sor Juana en la Carta atenagórica dirigida a sor Filotea de la Cruz, su estudiosa aficionada en el convento de la Santísima Trinidad de la Puebla de los Angeles (pseudónimo esta Filotea del arzobispo de Puebla), critica uno de los sermones del famoso predicador de la Compañía de Jesús, el P. Vieyra, y defiende su afición a las letras, aunque sabe que este terreno está vedado, pues este interés por los estudios literarios en una mujer "parecería desproporcionada soberbia, y más, cuando es cayendo en sexo tan desacreditado en materia de letras en la común acepción de todo el mundo". A esta luz pueden entenderse mejor aún las celebres redondillas en las que apostrofa y se encara a los hombres. Por su agudeza y perfección formal estas estrofas han superado los naufragios del tiempo y de la crítica literaria:

¿Pues para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesas e instancia
juntáis diablo, carne y mundo. 

En este sentido la personalidad de la religiosa es una anticipación de un auténtico y ordenado feminismo. Ese feminismo bien entendido del que habla Juan Pablo II. El Papa, recogiendo las palabras que el concilio Vaticano II dirigió a las mujeres el 8 de diciembre de 1965 en la sesión de clausura, dice en su carta apostólica Mulieris dihnitatem ( 15 de agosto de 1988): "Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora" (N° 1). No puede quedar al margen del desarrollo social y cultural. En el proceso de desarrollo integral de la humanidad la mujer debe de integrarse en plenitud.

Dentro de este contexto feminista debemos considerar sus constantes referencias al amor. Como mujer, era difícil que dejara de amar y ser amada. Juan Pablo II al final de la misma carta anteriormente citada, analiza este aspecto de la mujer. Sor Juana deja constancia de ello en el romance que expresa los efectos del amor divino y propone morir amante a pesar de todo riesgo:

Tan precisa es la apetencia
que a ser amados tenemos,
que aun sabiendo que no sirve
nunca dejarla sabemos...
Pero valor, corazón,
porque en tan dulce tormento,
en medio de cualquier suerte
no dejar de amar protesto.

Juntamente con expresiones de un amor a lo divino, nos encontramos con poemas que manifiestan reflexiones sobre el amor humano. Éstas han sido para algunos motivo de escándalo. Debe añadirse, por otra parte, que estas expansiones literarias deben considerarse dentro de la cultura de su tiempo y de los criterios literarios de la poetisa. La índole barroca y el amor platonizante deben incorporarse al diagnóstico que se haga de sor Juana.

No es de menor importancia la consideración de que ella durante cuatro años vivió en el ambiente palaciego de la corte. No es de extrañar, pues, que una monja escriba sobre estos asuntos y en una forma tan frecuente. Los años vividos junto a los virreyes -precisamente los de su primera juventud- dejaron una huella acerca del conocimiento del mundo y los hombres.

Su fina sensibilidad, su ingenio despierto agudizaban su penetrante sentido de observación. Advertía los galanteos palaciegos, las intrigas amorosas, los celos irracionales y razonados y las otras mil variedades que el escenario de la corte ofrecía. Todo esto sirvió de alimento natural a su inspiración y a sus versos de amor. No es necesario atribuir sus poemas a una experiencia personal ni a mal sufridas nostalgias. Si éste fuera el criterio, como pretenden algunos, tendrían que ser coherentes y desdecirse si leen poemas que manifiestan un profundo desprendimiento que impugnaría la interpretación de un amor terreno de sus poesías.

¿En perseguirme, mundo, qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas,
y así, siempre me causan más contentos
poner riquezas en mi entendimiento
que no el entendimiento en las riquezas.

Yo no estimo hermosura que, vencida,
es despojo civil de las edades,
ni riqueza me agrada fementida;
teniendo por mejor en mis verdades
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

O el famoso romance donde la religiosa estima por encima de todos los amores el amor a Dios.

Yo me acuerdo (¡ah, nunca fuera!)
que he querido en otro tiempo
lo que pasó de locura
y lo que cedió de extremo.
Más como era amor bastardo
y de contrarios compuesto,
fue fácil desvanecerse
de achaque de su ser mesmo.

Estas consideraciones no deben inducir a la conclusión de que los versos de amor de sor Juana son de amor a lo divino.

Sonetos como el siguiente no pueden interpretarse, ni justificarse como un estilo de amor a lo divino: pero tampoco como prueba de un alma religiosa desordenadamente enamorada de Fabio:

Que no me quiera Fabio al verse amado,
es dolor sin igual en mi sentido;
mas que me quiera Silvio aborrecido,
es menor mal, mas no menor enfado. 

¿Qué sufrimiento no estará cansado
si siempre le resuenan al oído,
tras la vana arrogancia de un querido
el cansado gemir de un desdeñado?

Si de Silvio me cansa el rendimiento,
a Fabio canso con estar rendida;
si de éste busco el agradecimiento,
a mí me busca el otro agradecida;
por activa y pasiva es mi tormento,
pues padezco en querer y en ser querida.
  1. A esta nota de su feminidad debe añadirse la característica siguiente: sor Juana era una mujer de muchas letras. Las letras profanas eran el alimento vital del que no podía prescindir. Ante esta verdad, se agiganta la renuncia que hizo de ellas en el último año de su vida.


En la carta de ruptura con su confesor manifiesta las razones por las que no podía abandonar su afición a las letras.

Esta osadía de responder al jesuita no surgió solamente de la firme persuasión de su vocación al estudio y a las letras, sino porque estaba garantizada por el apoyo y el favor que le brindaban los virreyes.

De otra forma sería muy arriesgado que una monja pudiera impunemente escribir tanto, de tal forma y con tanta libertad, aunque "en todo tiempo, poetas y pintores tuvieron libertad idéntica para atreverse a cualquier osadía", según la conocida expresión de Horacio en la epístola Ad Pisones.

Ciertamente no fue pacífica la vida literaria de sor Juana. El mismo arzobispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, grande admirador y hasta defensor de la religiosa, censuró a sor Juana en algunas ocasiones, no tanto por la forma de sus versos o de su ingenio, sino por el contenido de los asuntos que escogía. Ya he referido anteriormente cómo defendió a capa y espada su posición como mujer de letras.

Pero sus contiendas literarias no se deben a su vanidad. No era su debilidad la vanagloria, aunque es verdad, según un proverbio antiguo citado por Séneca, que las alabanzas alimentan las artes. Y la frente de sor Juana estaba coronada de múltiples lauros. Dice de ella misma en la Respuesta a sor Filotea: "yo no me atrevo a enseñar, que fuera en mí desmedida presunción...; lo que sólo he deseado es estudiar para ignorar menos". Sin embargo, la consideración del desengaño y las ficticias vanidades del mundo equilibraban las frecuentes lisonjas.

En su comedia Los empeños de una casa, en boca de Leonor, encontramos unos versos que describen su atracción natural al estudio:

Inclinéme a los estudios
desde mis primeros años,
con tan ardientes deseos,
con tan ansiosos cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.
Conmuté el tiempo, industriosa,
a lo intenso del trabajo,
de modo que, en breve tiempo,
era el admirable blanco
de todas las atenciones;
de tal modo que llegaron
a venerar como infuso
lo que fue adquirido lauro.

Ya en el convento de S. Jerónimo la fidelidad a las obligaciones de la vida religiosa no le impidió dedicarse con tenacidad, esmero y fruición a las letras; aunque se lamenta que las continuas visitas de las monjas y otras mil vicisitudes que entraña la vida conventual -además del cargo de tesorera-, estorbaban sus estudios o, al menos, interferían en su concentración. Una de sus endechas confirma:

Agora que conmigo,
sola en este retrete,
por pena o por alivio
permite amor que quede.
Agora, pues, que hurtada
estoy, un rato breve
de la atención de tantos
ojos impertinentes.

¡Qué a gusto se sentiría a solas consigo misma, dedicándose a lo que era lo más suyo!

Instruida ya desde su niñez por sus lecturas en la biblioteca de su abuelo materno, Pedro Ramírez, continuó leyendo e informándose acerca de los más diversos argumentos y no solamente literarios, sino también teológicos. En la Carta atenagórica discurre y discute sobre materias tan complicadas como el libre albedrío y acerca de las distinciones de los diversos tipos de gracia, cuestiones éstas reservadas a las más altas discusiones de las diversas escuelas.

El convento se convirtió en una biblioteca. Encontramos en el fondo de los cuadros de su retrato anaqueles de libros. Cuando renunció de una vez por todas a las letras, el abandonar casi todos sus libros significaría un notable sacrificio.

Las innumerables citas de autores clásicos demuestran una enorme cultura y una prodigiosa memoria. Imbuida de cultura clásica, deja por todas partes constancia de su erudición. Leemos en el romance dedicado al doctor D. José de Vega y Vique, asesor general del virrey, marqués de la Laguna, un elenco de nombres de la antigüedad. Estos versos no son simplemente una mera enumeración, sino que evidencian la amplitud de su cultura.

Vos, a quien por Ptolomeo
veneraron los egipcios,
por Solón los atenienses,
los romanos por Pompilio,
los arcades por Apolo.
Por Fidón los de Corinto,
} los magnesios por Platón
y los cretenses por Minos.

Porque ¿qué Dracón, qué Eaco,
qué Mercurio Trimegisto,
qué Deucalión, qué Licurgo,
qué Belo, qué Julio Ostilio,
qué Saturno, qué Carondas,
qué Filolao, qué Anicio,
qué Sansolio, qué Seleuco,
qué Rómulo, qué Tarquinio
llegaron a nuestras letras,
cuando todos los antiguos
legisladores apenas
os pueden servir de tipo...?

Y a continuación salen a relucir poetas, historiadores, generales, emperadores, dioses y personajes mitológicos en apretada combinación y en un alarde de enciclopédica erudición. De esto dan también testimonio las innumerables cartas, pues tenía correspondencia con "media España" y las múltiples felicitaciones de cumpleaños, de ofrecimiento de regalos o poemas ocasionales.
  1. Entrar en el alma poética de sor Juana es una aventura. Es ya una tarea difícil descubrir el interior de un poeta y el corazón de la poesía. La poesía está ahí, para ser contemplada y gozar de ella sin apenas rozarla con los ojos y mucho menos con la pluma crítica. De ella dice Cervantes: "La poesía es una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios: ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio".


Por eso de sor Juana, como de cualquier auténtico poeta, sólo pueden decirse exterioridades; la intimidad es una especie de "sancta sanctorum" al que muy pocos tienen acceso. Ovidio dice de sí mismo en sus Fastos: "...un dios habita en nosotros; cuando él se agita, llénase de ardor nuestro espíritu. Este impulso es el que hace germinar las semillas de la celeste inspiración". Y la tarea se torna más ardua cuando el poeta se esconde detrás de una determinada estética y de una cierta concepción del arte.

De esta reflexión se deduce la laboriosa y delicada tarea de penetrar en el interior de sor Juana. Por eso son tan variadas y a veces opuestas las interpretaciones de su poesía. Ya he observado que no es exactamente biográfica la poesía de la décima musa.

Sus versos son notas que a veces pueden cantar una melodía cortesana y otras la música sobria de la vida conventual o los ideales de la vida religiosa. Pero todo es poesía. No debe leerse la obra de sor Juana con una óptica predeterminada, ni hay que acercarse a ella con el deseo de comprobar ésta o aquella teoría: hay que leer a sor Juana en su integridad: su vida, su imaginación, su cultura, sus aspiraciones...

Dejando de lado las discusiones sobre la profanidad o religiosidad de sus versos, ciertamente lo mejor del teatro es lo religioso, sin por ello menospreciar lo profano, como por ejemplo la comedia de capa y espada: Los empeños de una casa, cuyos elementos sor Juana maneja con soltura y acierto. Entre lo religioso el auto: Divino Narciso se lleva la palma del elogio. El mismo atrevimiento de llamar Narciso a Cristo merecería un serio comentario. Igualmente sus villancicos que se cantaban en la catedral.

Resalta igualmente la variedad de su poesía, tanto en sus contenidos como en sus formas barrocas conceptistas: sonetos, letrillas, redondillas, romances, endechas, la gran silva dePrimero sueño se alternan y combinan en una variada y rica gama de formas poéticas.

Los temas tratados y sus géneros poéticos permiten descubrir las fuentes de su inspiración: la mitología griega, latina, egipcia y la cultura precolombina; dramaturgos, poetas como Fray Luis de León, Lope, Góngora, Calderón, los Argensola, Gracián, por citar los más conocidos. Para su cultura religiosa cultivó la historia de la Iglesia, los Santos Padres, y los escolásticos como S. Buenaventura y Santo Tomás. Otra fuente de información sería el locutorio con sus prolongados y frecuentes encuentros a uso de la época. Aprendió todo esto sin otra luz y maestro que los de su propia inteligencia e inclinación.

Entre sus más notables cualidades sobresalen el dominio del concepto y del vocablo. Los juegos de palabras, las antítesis, las aliteraciones parece que son para ella entretenimientos por la facilidad y frescura con que los maneja. Leamos estos versos de una endecha triste por la pérdida de un ser querido:

Sin duda que es mi amor
el que mi pecho enciende
estas señas que en mí
parecen de viviente.
Y como en un madero
que abrasa el fuego ardiente
nos parece que luce,
lo mismo que padece,
y cuando el vegetable
humor en él perece,
nos parece que vive,
y no es sino que muere.

Todo el mundo de las figuras literarias forma parte del bagage literario de sor Juana. No pierde, sin embargo, la agudeza (por ejemplo la loa que precede a la comedia Los empeños de una casa) y el donaire, aunque a veces abuse de los retorcimientos, pero pienso que mantiene la proporción dentro del gusto, el ambiente y las modas de la época.

Rosa divina que en gentil cultura
eres con tu fragancia sutileza,
magisterio purpúreo en la belleza
enseñanza nevada en la hermosura,
amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana sutileza,
en cuyo ser unció naturaleza
la cuna alegre y triste sepultura:
¡cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo de morir desdeñas
y luego, desmayada y encogida
de tu caduco ser das mustias señas!
¡con que, con docta muerte y necia vida
viviendo engaños, y muriendo enseñas!

Esta misma poesía nos da una idea de las intenciones moralistas que en muchas de sus poesías encontramos. Pues aun cuando trata del amor, se entrevé una intención moralizante. Con ello no quisiera decir que la poesía de sor Juana debe considerarse parenética. Esto sería desdibujar la figura de la religiosa. Pero ciertamente los consejos para corregir costumbres, enderezar errores, iluminar inteligencias, orientar conductas y descubrir desengaños son frecuentes.

Estaba dotada de una gran facilidad y habilidad para el verso. La rima y el ritmo no tenían secreto. Sabía encontrar un concepto para las más variadas, atrevidas y raras rimas consonantes. Leamos este soneto que sor Juana compuso obligada por las rimas que ya le habían sido preestablecidas:

Vaya con Dios, Beatriz, el ser estafa,
Que ello se te conoce hasta en el tufo; 
Mas no es razón que siendo yo tu Rufo,
Les sirvas a otros gustos de garrafa,
Traste en que tu traza es quien te zafe
De mi cólera cuando yo más bufo,
Pues advierto, Beatriz, que si me atufo
Te abriré en la cabeza tanta rafa.
Dime si es bien que el otro a ti te estafe
Y cuando por tu amor echo yo el bofe,
Te vayas tú con ese mequetrefe
Y yo me vaya al Rollo o a Getafe,
Y sufra que el Picaño de mí mofe
En Afa, Ufo, Afe, Ofe y Efe.

El tema del amor es central en su poesía. Menéndez Pelayo afirmó que se podría hacer un tratado de amor con la poesía de sor Juana. Alma altamente sensible y vigorosamente sentimental, sor Juana analiza el amor en sus múltiples manifestaciones. Podría pensarse que por su carácter femenino fueran sus versos afectados, sentimentales o que el corazón se sobrepusiese a la razón. Leamos una de las décimas donde distingue el amor afectivo y racional:

A la hermosura no obliga
amor que forzado venga,
ni admite pasión que tenga
la razón por enemiga,
ni habrá quien le contradiga
el propósito e intento
de no admitir pensamiento,
que por mucho que la quiera,
no le dará el alma entera,
pues va sin entendimiento.

Los poemas de amor no prueban que sor Juana mirara de reojo al mundo. No existe en sus versos reminiscencias de pasadas añoranzas o amarguras en su estado presente de religiosa. En ellos se encuentra una mesurada serenidad y una espontánea inclinación a las letras. Soy de la opinión que solamente se rompe su equilibrio cuando ve atacada su vocación a las letras o cuando se rebaja la condición de la mujer. Quedan en el tintero y en el propósito otras variadas cuestiones y ricos comentarios acerca de sus loas, de sus autos sacramentales, especialmente el Divino Narciso, del que dice Fray Pedro Vélez que "su concepción poética es de más duradero y mayor valor absoluto, y donde se hallan sus más gallardas poesías espirituales", e incluso de su música y de su posible pintura.

Por este valor duradero ha llegado hasta nosotros la obra de sor Juana, no ciertamente íntegra, pero sí suficiente para poder dibujar un perfil literario. A ella han consagrado estudios los más insignes críticos y literatos, como Menéndez Pelayo, Amado Nervo, Ezequiel A. Chávez y Manuel Toussaint, Pedro Enríquez Ureña, Emilio Abreu Gómez, Xavier Villarrutia, Mis Dorothy Shons, Karl Vossler, José María Pemán, Gerardo Diego, Alfonso Méndez Plancarte, Octavio Paz...

No desearía que este breve recuerdo se redujera a un comentario de sus buenas y bellas letras. Por eso concluyo con las palabras mismas de sor Juana en su Respuesta a sor Filoteaque nos descubren el interior de la religiosa de S. Jerónimo: "Desde joven yo procuraba elevarlo cuanto podía, y dirigirlo al servicio de Dios, porque el fin a que aspiraba era a estudiar teología..., porque estimaba menguada inhabilidad, siendo católica no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los Divinos Misterios...; por eso mi interés por estudiar estaba motivado por alcanzar la cumbre de la Sagrada Teología, pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las Ciencias y las Artes humanas, porque, ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancilas?".



[1] La cita completa de Horacio en la oda 30 del libro tercero dice así: "He levantado un monumento más duradero que el bronce y más sublime que la regia mole de las pirámides, al que ni la modedura de las lluvias, ni el imponente viento del norte, ni la serie sin fin de los años o las estaciones fugaces podrán abatir".
[2] Sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa de México. Su vida, su poesía, su Psique. Universidad Autónoma de México, México 1963.
[3] Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Ed. Fondo de Cultura Económica. México 1983. 3ª Ed.


FUENTE 
http://www.humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/d0093.html