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de agosto de 1875 muere gran escritor danés
Hans Christian Andersen,
conocido por cuentos como
El patito feo y La sirenita...
Sin embargo, este magnífico escritor de principios del siglo XIX, también supo reflejar la crudeza...
Como muestra este cuento...
Historia
de una madre
ESTABA UNA MADRE SENTADA junto a la
cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se
muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio
cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una
aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por
momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la
puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que
parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado.
Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de
hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo
tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso
a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste
se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y
se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la
manita.
-¿Crees que vivirá?
-preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era
la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser
afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus
mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un
momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.
-¿Qué es esto?
-gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna
estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido
sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las
agujas se detuvieron.
La desolada madre
salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una
mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
-La Muerte estuvo
en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento.
¡Jamás devuelve lo que se lleva!
-¡Dime por dónde se
fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
-Conozco el camino
-respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes que
cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí
muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras
cantabas.
-¡Te las cantaré
todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y
encontrar a mi hijo.
Pero la Noche
permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró;
y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo
la Noche:
-Ve hacia la
derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte
con el niño.
Muy adentro del
bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Se
levantaba allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas
estaban cubiertas de nieve y hielo.
-¿No has visto
pasar a la Muerte con mi hijito?
-Sí -respondió el
zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome
contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el
zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le
clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal
brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor
con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta
le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran
lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para
sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin
embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Se
echó entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura
humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de
que sucediera un milagro.
-¡No, no lo
conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a
coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto.
Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al
gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de
ellos es una vida humana.
-¡Ay, qué no diera
yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar
con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del
lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó
como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se
levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo.
No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas, o si
era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que había
perdido los ojos a fuerza de llorar.
-¿Dónde encontraré
a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
-No ha llegado
todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la
Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
-El buen Dios me ha
ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde puedo
encontrar a mi hijo?
-Lo ignoro -replicó
la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos árboles y
flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que cada
persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza.
Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un
niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo,
pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
-Nada me queda para
darte -dijo la afligida madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.
-Nada hay allí que
me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra;
bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es
blanca, pero también te servirá.
-¿Nada más? -dijo
la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó
con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces
en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en
maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y
grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas,
algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos
negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y
plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor
tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la
China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes
árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de
estallar; en cambio, se veían míseras florecillas emergiendo de una tierra
grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose
sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había
en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.
-¡Es éste!
-exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba
de un lado, gravemente enferma.
-¡No toques la
flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy
esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con
hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas,
ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto se sintió
en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la
Muerte.
-¿Cómo encontraste
el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
-¡Soy madre!
-respondió ella.
La Muerte alargó su
mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con
gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre
sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus
manos cedieron y cayeron inertes.
-¡Nada podrás
contra mí! -dijo la Muerte.
-¡Pero sí lo puede
el buen Dios! -respondió la mujer.
-¡Yo hago sólo su
voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y
flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú
no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
-¡Devuélveme mi
hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre
dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
-¡Las arrancaré
todas, pues estoy desesperada!
-¡No las toques!
-exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre
tan desdichada como tú.
-¡Otra madre! -dijo
la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?
-Ahí tienes tus
ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que
eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo
pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías
arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que
estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo
del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para
el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.
La vida de la otra
era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
-Las dos son lo que
Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
-¿Cuál es la flor
de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.
-Esto no te lo diré
-contestó la Muerte-. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has visto
el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un
grito de horror:
-¿Cuál de las dos
era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado,
líbralo de la miseria, llévaselo antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate
de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije e hice!
-No te comprendo
-dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya
con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre,
retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro
Señor:
-¡No me escuches
cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me
escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer la
cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el
mundo desconocido.
FIN
FUENTE
Hans Christian Andersen
SOBRE EL AUTOR
(Odense, Dinamarca, 1805 - Copenhague, 1875) Poeta y escritor danés. El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann.
Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios. En 1819, a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo. La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito.
Sin embargo, con la ayuda de personas adineradas, logró estudiar, y en 1828 obtuvo el título de bachiller. Un año antes se había dado a conocer con su poemaEl niño moribundo, que reflejaba el tono romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes. En esta misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.
El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En España).
En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras, piezas teatrales comoEl mulato y una autobiografía, La verdadera historia de mi vida.
Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de cuentos. Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.
Dirigidas en principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, los cuentos de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos.
En la línea de autores como Charles Perrault y los hermanos Grimm, el escritor danés identificó sus personajes con valores, vicios y virtudes para, valiéndose de elementos fabulosos, reales y autobiográficos, como en el cuento El patito feo, describir la eterna lucha entre el bien y el mal y dar fe del imperio de la justicia, de la supremacía del amor sobre el odio y de la persuasión sobre la fuerza; en sus relatos, los personajes más desvalidos se someten pacientemente a su destino hasta que el cielo, en forma de héroe, hada madrina u otro ser fabuloso, acude en su ayuda y la virtud es premiada.
La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a la rápida popularización de éstos, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal.
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